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Tú no tienes culpa de la cara que tienes…

 

Pertenecí al Club de servicios Kiwanis.  En la mayoría de las ciudades existen entre otros: Rotary Club, Club de Leones, Kiwanis, etc. Son “Clubs” que prestan un gran servicio, tanto a los integrantes como a las comunidades.

Cada cierto tiempo íbamos a los sectores marginados para realizar servicios comunitarios. Para ello involucrábamos  a médicos, dentistas, peluqueros y a todo aquel que tuviera “Espíritu de Servicio”. Siempre se sumaba un buen grupo de voluntarios. Estas actividades generalmente las hacíamos los fines de semana. Lo interesante de esto, es que llevaba mucho trabajo, tanto la preparación previa como el día en sí; pero al  finalizar la jornada era satisfactorio ver el rostro de cada uno de los colaboradores. Todos experimentaban una gran satisfacción y alegría; nadie decía que estaba cansado. Al contrario, nos pedían que les informáramos de las próximas actividades.

Cierto día fuimos al asilo o lugar donde viven ancianos. Quiso la directiva que iniciáramos con una misa. Apenas había iniciado la ceremonia, sentimos un olor desagradable. Uno de los ancianos de había hecho “caca”. El hecho era tan notable al olfato que de inmediato llamaron a una de las personas del lugar para que procediera a hacer lo que debía hacer. Y así fue.

Llegó una señora como de unos 40 años,  tomó al anciano por un brazo, lo sentó en una silla de ruedas y lo sacó del lugar donde estamos todos reunidos para la misa. Pocos minutos después, volvió con el anciano, ya aseado, y lo colocó en su lugar.

Finalizada la misa, iniciaron un baile con los ancianos.  Al mismo tiempo que los médicos, dentistas, peluqueros y demás voluntarios se preparaban  en sus respectivos sitios para ofrecer los servicios a los viejitos.

Como era día domingo, yo tenía que irme de inmediato a celebrar otras misas. A la salida del asilo (ancianato), me encontré con la señora que gentilmente había sacado al anciano que había hechos sus necesidades, cuando apenas iniciábamos la misa. Fue entonces una ocasión propicia para agradecerle  su trabajo.

Yo amablemente le agradecí el servicio, pero ella me respondió de una forma no muy cordial.

-Es mi trabajo y tenía que hacerlo – me dijo.

-Sí, ya sé que es tu trabajo- le respondí; pero no está demás que te de las  “GRACIAS”.

-No tienes nada que agradecerme.

Ante su amargura, no me pude quedar callado y agregué.

-Sé que es tu trabajo, pero también sé que lo podías haber hecho mejor.

-Como no es usted el que lo hace, por eso dice eso- me respondió.

-Pero a ti te pagan por hacer eso, a mi no. En todo caso debes agradecer que al menos tienes un trabajo con el que te ganas la vida –le respondí.  (Viendo su rostro un poco amargado y con ánimos a restablecer una agradable conversación, le dije).

-Cambie esa cara, no es para que te enojes.

-Esa es la cara que Dios me dio, no tengo otra- me respondió antipáticamente.

-Sí, ya lo sé. Tu no tienes culpa de la cara que tienes, pero sí de la cara que pones- le dije.

Con esta expresión logré sacar una pequeña sonrisa y viendo que la comunicación estaba mejorando le dije en tono amigable:

-Tienes ganada la vida, pero perdido el cielo.

¿Cómo? -me preguntó.

-Si, tienes ganada esta vida, pero lo que es el cielo, lo tienes perdido-.

-¿Y  por qué?-

-Observé todo con detenimiento- le dije y agregué:

-Ví cuando te llamaron para asear al anciano. Ví cuando lo colocaste en la silla para sacarlo del lugar. Vi cuando lo llevabas y luego cuando lo trajiste de nuevo. La forma como trataste el anciano fue muy ruda, se te notaba en la cara el disgusto, el mal humor y hasta el malestar.

Ella se sonrojó y me dijo:

-Es que hoy estoy de mal humor-

-Lo hagas de buen humor o mal humor, de todas maneras tienes que hacerlo. Pero si lo haces con amor no te pesará, al contrario lo harás con alegría y se te pasaran rápido las horas de trabajo- inténtalo – le dije.

Un apretón de manos y una sonrisa fue nuestra despedida. Salí y me fui.

 

Años más tarde en otra ciudad, al finalizar la misa, una señora se acerca y me saluda con cariño. Luego me pregunta:

-¿Usted se acuerda de mi?

Ella observó la duda en mi rostro y me dijo:

-Yo soy la señora del ancianato (asilo) … ¿se acuerda?

-Pero usted está muy joven para estar en un ancianato – le respondí.

Se echó a reír y me dijo:

-Aquella a quien usted le dijo que no tenía culpa de la cara que tenía, pero que sí, de la cara que ponía. Y agregó:

-Padre, desde ese mismo día, mi vida cambió. Yo desearía que usted volviera al ancianato para que vea con el cariño y el amor que atiendo a esos viejitos. Ahora vivo cantando, vivo feliz, y me siento más rejuvenecida.  Cuando un anciano hace sus necesidades o se vuelve fastidioso, yo canto, lo trato con cariño como si fuese un niño que no sabe lo que hace, pero son solo ternura y amor.

Hoy adoro mi trabajo, el día que no puedo ir, me siento triste.

Y así continuó  hablando maravillas de sus viejitos…

Al final me tomó las manos y me las besó diciéndome gracias, muchas gracias. Porque Usted me hizo comprender que lo importante no es hacer las cosas y hacerlas bien, sino hacerlas con amor y eso hizo que mi cara cambiara. Me abrazó y se fue.

 

Si tenemos que hacer algo. ¿Por qué poner mala cara? igual tenemos que hacerlo. Entonces lo importante no es hacer las cosas bien, sino hacerlas con amor y con alegría.

Póngale amor a las cosas que haces y verás que tu rostro se transformará.

Tú no tienes culpa de la cara que tienes, pero sí de la cara que pones.

 

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