Estar preparados
Constantemente
se nos lee en los evangelios las advertencias que nos hace el Señor Jesús:
«Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor... Estad
preparados, porque en el momento que menos penséis, vendrá el Hijo del hombre».
Nos preguntamos a veces ¿por qué Dios nos esconde algo tan importante
como es la hora de su venida, que para cada uno de nosotros, considerado
singularmente, coincide con la hora de la muerte? ¿Por qué nos oculta algo tan
importante si él mismo nos dijo que ya no nos llamaba “siervos sino amigos”?
La
respuesta tradicional es: “Para que estuviéramos alerta”. Pero el motivo
principal es que Dios nos conoce muy bien; y él sabe que para nosotros sería una
angustia terrible conocer anticipadamente la hora exacta de nuestra muerte.
¡Qué angustia habría sido para nosotros ir contando los días y tener pleno
conocimiento que nos acercamos a una fecha inamovible!
Lo que
más atemoriza de ciertas enfermedades es precisamente un desenvolvimiento
triste, pero la fecha no se sabe, si se supiera, tal vez moriríamos antes.
Sucede con las personas a quienes se les descubre el cáncer, basta que se le
anuncie la terrible enfermedad, para que se deprima y adelante su deceso final.
Según
las estadísticas, son más los que mueren de fuertes impresiones (infarto) que
los que mueren de «penosas enfermedades». Sin embargo dan más miedo estas
últimas porque nos parece que privan de esa incertidumbre que nos permite
esperar.
No
conociendo la fecha podríamos vivir alegres hasta el último minuto. Conociendo
la fecha, esa alegría desaparecería, no solo con días de anticipación sino
hasta meses y años. Recuerdo la muerte de mi hermana; la noche anterior, bailó,
rió, y disfrutó el cumpleaños de mis otras dos hermanas. Lejos estaba ella que
al día siguiente ya no estaría entre nosotros. De haberlo sabido esa noche se
hubiera convertido en lágrimas de dolor, en tristeza y desesperación al pensar
que sus dos hijos pequeños iban a quedar sin una madre. Pero Dios que es
nuestro “amigo” y que nos quiere tanto, permitió que todos recordáramos aquella
su “última noche”.
En nuestras vida ocurre como en la pantalla del televisor: los
programas se suceden rápidamente y cada uno anula el precedente. La pantalla
sigue siendo la misma, pero las imágenes cambian. Es igual con nosotros: el
mundo permanece, pero nosotros nos vamos uno tras otro. De todos los nombres,
los rostros, las noticias que llenan los periódicos y los noticieros del día
--de mí de ti, de todos nosotros--, ¿qué permanecerá de aquí a algún año o
década? Nada de nada. El hombre no es más que «un trazo que crea la ola en la
arena del mar y que borra la ola siguiente».
La incertidumbre de la hora no debe llevarnos a vivir despreocupados, sino como
personas vigilantes. El mundo pasa, pero quien cumple la voluntad de Dios
permanece para siempre. Así que existe alguien que no pasa, Dios, y existe un
modo de que nosotros no pasemos del todo: hacer la voluntad de Dios, o sea,
creer, adherirnos a Dios. En esta vida somos como personas en una balsa que
lleva un río en crecida a mar abierto, sin retorno. En cierto momento, la balsa
pasa cerca de la orilla. El que va en la balsa piensa y se dice a sí mismo: «¡Ahora o nunca!», y salta a tierra firme. ¡Qué suspiro de
alivio cuando siente la roca bajo sus pies! Es la sensación que experimenta
frecuentemente quien llega a la fe.
Ese fue
el saltó que dio la Santísima Virgen María, cuando le dijo SI al ángel. Ella
saltó en el plano de la fe y creyó: “Dichosa tu porque has creído”, le dijo
Santa Isabel.
Pidámosle
a la Virgen María que nos ayude a dar ese salto, a creer como ella creyó y a
vivir con la alegría gozosa de la espera del Señor.
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