Una vez una persona andaba buscando a JESUS. Le habían
comentado de una invitación que hacía a todos para llegar hasta su Reino, donde
dicen que tenía reservada una morada para cada uno de sus amigos, y él también
tenía ganas de ser amigo de JESUS. ¿Por qué no? Si otros lo habían logrado,
¿qué le impedía a él llegar a ser uno de ellos? Averiguando acerca del
paradero, se enteró de que JESUS se había ido monte adentro con un hacha, a fin
de preparar para cada uno de sus amigos, lo que necesitaría para el viaje Los
golpes del hacha lo fueron guiando. Atravesó el bosque tratando de acercarse al
lugar de donde provenían los golpes. Al fin llegó y se encontró con el mismísimo
Señor JESUS que estaba preparando las cruces para cada uno de sus amigos, antes
de partir hacia su casa, a fin de disponer un lugar para cada uno.
- ¿Qué estás haciendo? -le preguntó el joven a JESUS.
-Estoy preparando a cada uno de mis amigos la cruz con la que tendrán que
cargar para seguirme y así poder entrar en mi Reino. -¿Puedo ser yo también uno
de tus amigos? -volvió a preguntar el muchacho-
-¡Claro que sí! -le dijo JESUS-. Es lo que estaba
esperando que me pidieras. Si quieres serlo de verdad, tendrás que tomar
también tu cruz y seguir mis huellas. Porque yo tengo que adelantarme para ir a prepararles un lugar. –
¿Cuál es mi cruz, Señor? -Esta que acabo de hacer.
Sabiendo que venías y viendo que los obstáculos no te detenían, me puse a preparártela
especialmente y con cariño para ti. La verdad que muy, muy preparada no estaba.
Se trataba prácticamente de dos troncos cortados a hacha, sin ningún tipo de
terminación ni arreglos. Las ramas de los troncos habían sido cortadas de abajo
hacia arriba, por lo que sobresalían pedazos por todas partes. Era una cruz de
madera dura, bastante pesada, y sobre todo muy mal terminada. El joven al verla
pensó que JESUS no se había esmerado demasiado en preparársela. Pero como
quería realmente entrar en el Reino, se decidió a cargarla sobre sus hombros,
comenzando el largo camino, con la mirada en las huellas del Maestro. Y cargó
la incómoda cruz.
Hizo también su aparición el diablo, es su costumbre
hacerse presente en estas ocasiones, y en aquella circunstancia no fue
diferente, porque donde anda Dios, acude el diablo. Desde atrás le pegó el
grito al joven que ya se había puesto en camino. -¡Olvidaste algo! Extrañado
por aquella llamada, miró hacia atrás y vio al diablo muy comedido, que se
acercaba sonriente con el hacha en la mano para entregársela. -Pero ¿cómo? ¿ También tengo que llevarme el hacha? - preguntó molesto el
muchacho. -No sé -dijo el diablo haciéndose el inocente. Pero creo es
conveniente que te la lleves por lo que pueda pasar en el camino. Por lo demás,
sería una lástima dejar abandonada un hacha tan linda. La propuesta le pareció
tan razonable, que sin pensar demasiado, tomó el hacha y reanudó su camino.
Duro camino, por varias cosas. Primero, y sobre todo, por la soledad. Él creía
que lo haría con la visible compañía del Maestro. Pero resulta que se había
ido, dejando sólo sus huellas. Siempre la cruz encierra la soledad, y a veces
la ausencia que más duele en este camino es la de no sentir a Dios a nuestro
lado. Algo así como si nos hubiera abandonado. El camino también era duro por
otros motivos. En realidad no había camino. Simplemente eran huellas por el
monte. Hacía frío en aquel invierno y la cruz era pesada. Sobre todo, era
molesta por su falta de terminación. Parecía como que las salientes se
empeñaran en engancharse por todas partes a fin de retenerlo. Y se le
incrustaban en la piel para hacerle más doloroso el camino.
Una noche particularmente fría y llena de soledad, se
detuvo a descansar en un descampado. Depositó la cruz en el suelo, a la vez que
tomó conciencia de la utilidad que podría brindarle el hacha. Quizá el Maligno
-que lo seguía a escondidas- ayudó un poco arrimándole la idea mediante el
brillo del instrumento. Lo cierto es que el joven se puso a arreglar la cruz. Con
calma y despacito le fue quitando los nudos que más le molestaban, suprimiendo
aquellos muñones de ramas mal cortadas, que tantos disgustos le estaban
proporcionando en el camino. Y consiguió dos cosas. Primero, mejorar el madero.
Y segundo, un montoncito de leña que le vino bien para prepararse una hoguera.
Con el calorcito de la hoguera, esa noche durmió tranquilo.
A la mañana siguiente reanudó su camino. Y noche a
noche su cruz fue mejorada, pulida por el trabajo que en ella iba realizando.
Mientras su cruz mejoraba y se hacía más llevadera, conseguía también tener la
madera necesaria para hacer fuego cada noche. Casi se sintió agradecido al
demonio porque le había hecho traerse el hacha consigo. Después de todo había
sido una suerte contar con aquel instrumento que le permitía el trabajo sobre
su cruz. Estaba satisfecho con la tarea, y hasta sentía un pequeño orgullo por
su obra de arte. La cruz tenía ahora un tamaño razonable y un peso mucho menor.
Bien pulida, brillaba a los rayos del sol, y casi no molestaba al cargarla
sobre sus hombros. Achicándola un poco más, llegaría finalmente a poder
levantarla con una sola mano como un estandarte para así identificarse ante los
demás como seguidor del crucificado. Y si le daban tiempo, podría llegar a acondicionarla
hasta tal punto que llegaría al Reino con la cruz colgada de una cadenita al
cuello como un adorno sobre su pecho, para alegría de Dios y testimonio ante
los demás. Cuando llegó a las murallas del Reino, se dio cuenta de que gracias
a su trabajo, estaba descansado y además podía presentar una cruz muy bonita,
que ciertamente quedaría como recuerdo en la Casa del Padre.
Pero no todo fue tan sencillo. Resulta que la puerta
de entrada al Reino estaba colocada en lo alto de la muralla. Se trataba de una
puerta estrecha, abierta casi como ventana a un altura
imposible de alcanzar. Llamó a gritos, anunciando su llegada. Y desde lo alto
se le apareció JESUS invitándolo a entrar. -Pero, ¿cómo, Señor? No puedo.
La puerta está demasiado alta y no la alcanzo. -Apoya la cruz contra la muralla
y luego trepa por ella utilizándola como escalera -le respondió JESUS-. Yo te
dejé a propósito los nudos para que te sirviera. Además tiene el tamaño justo
para que puedas llegar hasta la entrada.
En ese momento el joven se dio
cuenta de que realmente la cruz recibida había tenido sentido y que de verdad
el Señor la había preparado bien. Sin embargo, ya era tarde. Su pequeña cruz,
pulida, y recortada, le parecía ahora un juguete inútil. Era muy bonita pero no
le servía para entrar. El diablo, astuto como siempre, había resultado mal
consejero y peor amigo. Pero, el Señor, es bondadoso y compasivo. No podía
ignorar la buena voluntad del muchacho y su generosidad en querer seguirlo. Por
eso le dio un consejo y otra oportunidad. -Vuelve sobre tus pasos.
Seguramente en el camino encontrarás a alguno que ya no puede más, y ha quedado
aplastado bajo su cruz. Ayúdale tú a traerla. De esta manera tú le
posibilitarás que logre hacer su camino y llegue. Y él te ayudará a ti, a que
puedas entrar.
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